Primera advertencia:
Este no es un cuento.
Un accidente cultural.
Una distracción de calendario.
Y el conejo, claro, creyó que tenía que hacer algo.
No sabía bien qué, pero lo hacía:
saltaba, sonreía, repartía huevos (¡huevos, él, que es mamífero!),
como si toda su existencia se resumiera en una confusión zoológica.
Mientras tanto, en una escuela rural de Entre Ríos,
una nena preguntaba por qué el conejo no trajo tortas fritas ni mate.
Y el maestro, que se las sabía todas salvo esta,
—¿Nuestra? —preguntó la nena.
—No —dijo el maestro—, pero la adoptamos.
—¿ Como a un perrito perdido?
—Algo así… pero sin mover la cola.
El conejo, que escuchaba escondido entre los malvones,
empezó a sudar azúcar.
Recordó que en su país de origen,
la gente lo buscaba entre los tulipanes.
Acá lo esperaban entre el ombú y la parrilla del domingo.
Quiso adaptarse.
Probó ponerle dulce de leche a los huevos.
Intentó aprender chamamé.
Incluso llegó a escribir “Felices Pascuas” en castellano con una letra que parecía de conejo sin renglones.
Pero algo no encajaba.
Era como una pieza que parecía calzar, pero quedaba pequeña.
Crujía por fuera, como si todo estuviera en su lugar, pero por dentro… no se dejaba masticar. Algo no bajaba.
Y entonces lo entendió.
La Pascua no era para disfrazarse de conejo.
Era para resucitarse uno mismo.
Para dejar morir las mentiras adoptadas
y nacer de nuevo con las raíces puestas.
Así que se sacó el moño.
Se despidió del chocolate.
Y se fue al sur.
A buscar a un zorro que le contaron que sabía de esto.
Y a veces también de cuentos.
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Todo lo que hagas en la vida es insignificante, pero es muy importante que lo hagas porque nadie más lo hará.
Gandhi.