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Yo me lo guiso.: 25 junio 2017

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domingo, 25 de junio de 2017

Gente del Conurbano, Juan Diego Incardona


Víctor San La Muerte                

Caminaba por el barrio
hacia ningún lugar
en especial. Era la
primavera del año 1993.


En la entrada de Puente 7 lo encontré a Pocho, un empleado de la Municipalidad que había conocido años atrás en San Justo. Me contó que ahora tenía no sé qué cargo en la parte de Barrido y Limpieza. Yo, que andaba desocupado, le mangueé laburo casi por inercia, sin mucha expectativa, pero él, sorpresivamente, me dijo que justo necesitaban a alguien.
Me explicó de qué se trataba y acepté sin dudarlo. Empecé temprano a la mañana siguiente, en el mismo lugar en donde nos habíamos cruzado, a la vera de la autopista. A las seis en punto, me reuní con la cuadrilla y debuté limpiando las lomas parquizadas junto a las banquinas, armado con un par de guantes de cuero y una vara de hierro larga y fina como un florete. Me había convertido en pinchapapeles.
Realmente fue un trabajo agradable. Yo lo tomaba como un paseo. Hablaba con uno, hablaba con otro, y mientras tanto levantaba papelitos sin tener ni siquiera que agacharme, gracias al pinchador, que imponía respeto como si fuera un arma. Hasta en la villa me saludaban. Era el rey de la autopista Richieri.
Estaba contento, y además tenía plata en los bolsillos, porque pagaban bastante bien. Pese a todo, duré pocos meses, porque nunca me gustó madrugar. El tiempo que estuve me alcanzó para aprender los gajes del oficio y conocer, probablemente, a los personajes más extraños de los que tenga memoria.
Estaban Martín, Sergio y el Chueco, pinchapapeles de toda la vida; el Tata y el Tito, serrucheros de árboles caídos; los hermanos Fititos –les decían así porque andaban en un Fitito cada uno–, destapadores de desagües; la pandilla Moreno, barrenderos de escobillón ancho; la pandilla Cortez, barrenderos de escoba; los pibes de Chicago –eran tan fanáticos que se les permitía trabajar con la camiseta verdinegra–, asistentes de bolsas de residuos que iban y venían a toda velocidad, llevándose la basura al camión y reponiendo nuevas a quien las necesitara; la Mirtha –única mujer del grupo–, limpiadora de manchas de aceite, famosa, entre otras cosas, por tener auspiciante: una fábrica de detergente de La Tablada, que le proveía remeras y delantales con el logo de la empresa; y por último, el flaco Víctor, apodado “El Mudo”, “La Momia” o “San La Muerte”, según la ocasión, un tipo de más o menos cuarenta años de quien no se sabía casi nada, salvo que vivía en Aldo Bonzi. El suyo era el trabajo más triste de los trabajos tristes: recolectaba de la calle animales muertos por atropellamiento o cualquier otra causa.
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