Algunas personas tenemos la sensación de que una casa sin patio es media vivienda nomás. La razón es muy simple, hemos tenido la suerte de criarnos en una casa que lo tenía y no sólo jugábamos en él sino que compartíamos ese territorio con la autora de nuestros días. Como pueden apreciar mis queridos amigos, existen dos poderosas razones que dan respaldo a este criterio, la infancia y la vieja.
Como las modas nos han ido convirtiendo en habitantes de esta suerte de “conventillos vip”, que son los edificios de propiedad horizontal, fuimos perdiendo dimensión de lo que significa para una criatura el poder tomar contacto con la naturaleza, por el simple hecho de traspasar el umbral de la cocina. Jugar en la gramilla, descubrir y observar los insectos, asombrarse con la apertura de una flor que hasta ayer era un pimpollo, sentir el viento en la cara y mirar el cielo mientras se escucha el trinar de los pájaros. Todo esto no es un detalle menor, no señor, es acaso la primera y maravillosa lección de botánica y zoología que podemos recibir por el solo hecho de ser niños y jugar dándole rienda suelta a todos nuestros sentidos. Claro, no lo consideramos importante porque es gratis y como lamentablemente nos educan para adorar al dios del dinero, se nos pasa por alto que todo ese cúmulo de domésticas y necesarias experiencias tienen un valor agregado y es la presencia de la vieja.